Rubén Santantonín, un transgresor en modo low key

Afines del 2024, en Nueva York, sucedió un acontecimiento inusual y necesario. La exposición Rubén Santantonín: Hoy a mis mirones abría sus puertas como resultado del ISLAA Artist Seminar Initiative en diálogo con el Centro de Estudios Curatoriales del Bard College (CCS Bard). A partir de la iniciativa del coleccionista argentino Ariel Aisiks, desde 2011, ISLAA (The Institute for Studies on Latin American Art) reúne uno de los archivos de arte latinoamericano más importantes.
La muestra ponía el foco en obras del artista argentino que ya no existen, por medio de su archivo personal que pertenece al acervo de la institución. De esta manera, Ray Camp, Hayoung Chung, Bruna Grinsztejn, Cicely Haggerty, Lekha Jandhyala, Ariana Kalliga, Sibia Sarangan y Micaela Vindman, acompañados por el también argentino Mariano López Seoane, presentaron una de las primeras exhibiciones desde la muerte de Santantonín, en 1969: fotografías, documentación y escritos que intentan develar su visión del arte.
La muestra sobre Rubén Santantonín en Nueva York.
Rubén nació en Villa Ballester en 1919, cuando los barrios del conurbano bonaerense se habían transformado en el nuevo hogar de las familias que huían del hacinamiento de la ciudad y las de mayores recursos que elegían las grandes quintas. Rodeado de casas bajas con jardines, niños que jugaban en la calle y una incipiente comunidad artística con referentes como Carlos Ripamonte o el galerista Alejandro Witcomb, que en 1925 fundó el Club Bristol, pasó allí sus primeros años e incursionó en el arte de forma autodidacta, mostrando obras abstractas y cercanas al arte concreto a fines de los años 40, como señala la curadora e historiadora María José Herrera. Sin embargo, la pintura de un pasaje realista y un retrato en dibujo fueron donados al Museo Moderno por el hijo de un amigo de Santantonín. Estas son las primeras evidencias de sus inicios.
Más allá de eso, poco se sabe de su vida personal. Al inicio de los 60 comenzó a involucrarse en el circuito cultural porteño, haciendo su debut en 1958 con una muestra organizada por Jorge López Anaya, y otra en 1961 en la Galería Lirolay, que al cuidado de Germaine Derbecq, emblema de la época al habilitar la presentación de obras experimentales de lenguaje disruptivo.
Tras los rastros de Rubén. Material de archivo en la exposición en el CC Bard, de Nueva York.
Con 42 años, Santantonín se manifestaba como un artista emergente, cercano a una generación más joven que no tenía idea de cómo y cuándo había aparecido, pero que lo quería y admiraba. Entre ellos, Luis Felipe Noé, Leopoldo Mahler, Luis Wells, David Lamelas y Pablo Suárez.
En Lirolay, Rubén presentó sus Cosas, objetos –aunque él las entendía como la antítesis de eso– creados con materiales precarios y cotidianos como cartón, diarios, tela y alambre, entendidos como conceptos frente al arte y la vida, “desfilando la relación del espectador con los objetos y la materia”. A eso se sumaba un texto-manifiesto, “Hoy a mis mirones”, como una invitación abierta a todos los seres humanos y no solo a los conocedores.
Documentación y los rastros de su obra.
Herrera da evidencia de esto cuando explica: “En un momento signado por el ascenso de la clase media y la incipiente sociedad de consumo, el artista apuntó a criticar las instituciones (galerías, salones, museos) y proponer una opción de arte invendible (...) Panflecosa es el arte que no se vende, es el arte que se da. Panflecosa es la rebeldía solitaria y sin ego. Panflecosa será el arte autorizado por la policía. Panflecosa será el arte perdonado por los críticos (…) La Panflecosa es: Panfletaria, Proletaria; Solitaria, Invendible; es la imagen insobornable que se regala (…)”. Menos élite, más cotidianidad y un arte para la gente que se aproximaba al medio urbano, donde todo sucedía.
De espíritu reservado pero generoso, Santantonín también tuvo una prolífica participación en el exterior con una muestra en Nueva York y como enviado a la Bienal de San Pablo, además de una segunda exposición en Lirolay en 1964. Otro hito fue La Menesunda, junto a su amiga Marta Minujín y la colaboración de otros artistas en 1965 en el Instituto Di Tella, como una acción participativa que convocaba al público a involucrarse e instalaba en el arte argentino nuevas fórmulas alejadas de una concepción visual y académica tradicional. Había que vivir el arte como se vivía el día a día. Ambos artistas caminaron juntos por Buenos Aires intentando captar elementos, señales y comportamientos que luego materializaron en el gran happening que pasó a la historia.
Rubén Santantonín
Sin embargo, a Santantonín le pesaba que su obra no fuera comprendida. Incluso La Menesunda, de la cual se habló mucho y que catapultó a Minujín quizá por ser más extrovertida o joven –según explican los curadores de CCS Bard–, demuestra que el artista ocupó lugares transgresores y relevantes aunque en modo low key, respaldado por sus interpretaciones y visiones del arte conceptual. Eventualmente, la frustración se apoderó de él, llevándolo a dedicarse a la fotografía publicitaria e incluso a quemar casi todas sus obras en una acción silenciosa y discreta, como si un fantasma hubiera entrado en su taller para decirle “llegó el momento de transformarse”.
Sin embargo, a diferencia de otros artistas que tomaron decisiones similares, pero planearon los hechos como parte de un proceso artístico, como el norteamericano John Baldessari en 1970 o la propia Minujín con La Destrucción, realizada en París en 1963, Santantonín casi no dejó evidencia. “Tampoco hay demasiada precisión histórica sobre esa ‘gran fogata’, más bien una colección de relatos orales que coinciden en el gesto agónico y decepcionado de un artista que seguía conservando una posición marginal a pesar de la centralidad que tuvieron sus intervenciones artísticas que, sin duda, cambiaron las poéticas de los 60”, explica la curadora Jimena Ferreiro en el texto que acompañó la exposición Arte Cosa. Discreta historia local de la deformidad, en Roldán Moderno en 2022.
El gran Santantonín partió en 1969, un año de conflicto y ocaso, cuando el Instituto Di Tella cerró sus puertas, muchos artistas se exiliaron y otros dejaron de producir. Sin embargo, su muerte no fue una casualidad, sino una señal y una huella que aún debemos descifrar.
Clarin