Nuevas visitas a la Arcadia

Tengo en mis manos un libro que pretende abarcar un tema vasto y genial: Cinco miradas sobre la infancia. Es una antología, breve y caótica –rasgo que no desprecio–. Ahora bien, vayamos de a poco. Celebro el caos tanto como lo celebraba Schrödinger, el capricho no.
La compiladora, Jazmina Barrera, hizo un buen trabajo y merece loas, loas que quizá, a la manera de esos versos de Thomas Hardy, lleguen tarde, demasiado tarde. Trataré entonces de señalar los defectos antes de que sean olvidados. Empecemos por el primero: el prólogo. Quizá la autora aceptara demasiado rápido la brevedad como bizma de la confusión –y yo tendería a estar de acuerdo con ella–. El dilema del prólogo no está en su brevedad; está en la breve disciplina de sus justificaciones, que siempre corren –o tienden– al azote liminar del responsable castigo.
“Los fragmentos de ensayo, memoria y novela que contiene este libro ofrecen [...] aproximaciones [...] elegidas a partir de un rigurosísimo criterio: son las que más me gustan, las que más me han conmovido, las que más risa me han dado, las que me parece que mejor reflejan la experiencia de la infancia y de la crianza. Es un criterio egocéntrico, pero con el firme propósito de compartir el asombro”, anota Barrera. No veo que aquí las aproximaciones sean egocéntricas, sí egotistas. Si bien aprecio la honestidad, el lector da por sentado que los fragmentos agradaban a su compiladora.
Vayamos al primer extracto, Peter y Wendy, de J. M. Barrie. La dificultad radica en que lo introductorio, sin contexto, sin anécdota, se reduce a monigotes: Alonso Quijano y sus molinos; Alicia y sus escaques; Gordon Pym y sus náuseas. Barrie es un hombre no carente de ingenio; todavía recuerdo con amor el ballet que escenografió para Arnold Bax, The Truth About The Russian Dancers. La madre de los niños que inspiraron el Peter Pan era nieta de George du Maurier, autor de una bellísima novela juvenil, Peter Ibbetson.
Vayamos al segundo, El último samurái, de Helen DeWitt. Está escrito en un registro, que más que al neobarroso, recuerda a aquel otro, el de la narrativa New Directions, criba del neovanidoso. Qué se le va a hacer. A este mal se lo conoce como Anne Carson: son varios sus pacientes.
Una madre soltera obliga a su hijo a ver Los siete samuráis. La excusa con que se pone en marcha este ejercicio es meramente psicoanalítica: el niño no tiene figura paterna. Un amigo sugiere que la encuentre allí, en la película. Veo aquí tres inconvenientes. Uno, que el ejercicio haya partido de una ramplona y desinteresada sugerencia; dos, que obedecida la sugerencia, sea un samurái el modelo de esta virilidad aristotélica; tres, que omitidas estas dos cosas, el fragmento, mediante un juego de manos, encuentre su lugar en una antología destinada a la infancia, no a la maternidad.
El tercero: las dos cartas de Emma Reyes a Germán Arciniegas. Están muy bien. Son bosquejos de una infancia en Bogotá. La primera habla de una especie de fetiche zuni que la autora esculpe, ayudada por sus amigos del vecindario, y valiéndose de los despojos de un basural. El fetiche, que sirve de provisional juguete, una vez que se ha roto, es luego enterrado y olvidado. Hay sabiduría en esto último: nos recuerda que el tedio es la regla común al abandono de todo juego. La segunda carta, si bien necesaria, es bastante inferior a la primera. Termina en clave sentimentalona, con un cri triste et vermeil.
El cuarto fragmento, Una infancia normal, de Verónica Murguía, obedece a lo mejor de este catálogo. Toda impresión aquí es agraciada y fresca. Nada que objetar.
Las palabras, de Jean-Paul Sartre, se ubica en el último tramo. Con Sartre el problema es el de siempre: su forzada coherencia. Mantenerla lo obliga al lugar común –¡justo a él!– o a la caída de bruces. Sartre se oponía al ejemplo. Pese a esto, más tarde descubrió (o no sé si lo sabía de antes; son confusas sus retrospectivas: siempre incurren en el hýsteron próteron) que las palabras, retomo, no sólo sugieren ideas de estáticos compromisos, sino ejemplos de itinerantes disoluciones.
La imagen que nos queda es la de una infancia con lecturas un poco inventadas. ¿Existió esa infancia lectora? Sí. Se mencionan, entre otras cosas, Las tribulaciones de un chino en China. ¿Importó esa lectura? En absoluto, salvo para alguna generalización que lo provea de coartada iniciática.
Tómese ”había encontrado mi religión: nada me parecía más importante que un libro” como modelo de la inadvertida gracia a la que es procaz. Las otras religiones, las que no le pertenecen, jamás tendrán la forma de su valido reconocimiento, y la importancia, que es algo que los hombres otorgan, solo será definida por un afán que exima la devoción.
Cinco miradas sobre la infancia, Selección y prólogo de Jazmina Barrera. Gris Tormenta, 160 págs.
Pedro Chitarroni es traductor y editor.
Cada infancia se viste con el traje de luces que se merece. Cada cual usa el conveniente para sus faenas. En Kim, Kipling pasa por un bribón y un ladronzuelo; en Pierre, Melville por un puritano garboso; en Martin Eden, London pasa por sí mismo. Hablando de edenes, recuerdo un lindo estudio de Humphrey Carpenter, Secret Gardens. The Golden Age of Children’s Literature. Se plantea allí la infancia en clave de Arcadia, en una Arcadia que no es de Sidney o de Lope, ni una progresiva patria para disgusto de Rilke o Breton. Esta Arcadia, esta infancia –que, como dice cierto poeta, nunca es feliz; interesante sí– nos permite recorrer, una vez apostillada la infelicidad, los jardines privados (quizá eternos; predilectos siempre) donde se realizan las lecturas y relecturas de los escritores. Muchas veces un escritor, pero no siempre, no vale más que las lecturas que le fueron dictadas en su infancia. Pedro Chitarroni
Clarin