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Ficciones de Japón: salvando el alma de Oriente

Ficciones de Japón: salvando el alma de Oriente

Japón está perdiendo contacto con su alma. Era el temor y la preocupación de Yasunari Kawabata, hace más de medio siglo, y uno de los factores que habrá incidido en su muerte voluntaria en abril de 1972. El autor de País de nieve y El sonido de la montaña era capaz de registrar detalles en los que sólo él podía reparar, y reponer. Si algo vaporoso y prometedor como “el alma de Japón” podía ser encapsulado y conservado a perpetuidad, la mano indicada era la de Kawabata, de una distinción y ferocidad a toda prueba.

La paradoja parece cuestionar el suicidio del entonces septuagenario calígrafo: ¿qué podría perturbar a un narrador calificado para esas finísimas pinceladas que abundan, por ejemplo, en su colección Tamayura? Una inferencia obvia: los japoneses no pueden ser tan distintos a los occidentales porque escriben, y lo que escriben –así haya sido impreso hace un siglo– resuena en nosotros y de un modo imponderable.

Típicos asuntos orientales asoman en los cuentos de Tamayura (Seix Barral): solicitudes de permisos y de matrimonio (la elección de maridos y esposas por parte de padres); vínculos enroscados; hombres que espían a mujeres; objetos y vestimentas cuya mera descripción los vuelve sofisticados; el móvil de la noticia inesperada tan asiduo en esas tierras. Subyace una doctrina callada: el secreto de una ficción, como el de un matrimonio, es no contarlo todo.

Las puntualizaciones –un color, una tonalidad– lo hacen todo en Kawabata, y los motivos son definibles pero su escenificación permanece en el aire, profusa en velos y cortinas de humo. Los cierres son etéreos, deliberadamente inconclusos. La ambigüedad y el silencio no se pueden enseñar. (Por eso Shakespeare, entre otros, no sería un buen maestro de escritura). La de Kawabata es prosa de oleaje suave, en la que de pronto un aleteo descoloca –despierta– a un personaje, y a su testigo el lector: “Kagueyama no tenía intención de mentir a Shimako. La joven tenía la virtud de no crear en él la necesidad de tener que mentir u ocultar cosas”.

Kawabata parece haber cifrado la volatilidad de sus líneas –o el misterio de esa volatilidad– en una frase no menos inasible: “Antes de empezar a esforzarme para hacer algo, ya está hecho”. Quien escribía como construyendo un barco dentro de una botella se definía como perezoso y decía que los suecos le dieron el Nobel por su pereza. Ya Mishima advertía que el que más sabía usar su potencia sin ejercerla era Kawabata. (Giorgio Agamben no lo menciona en sus estudios sobre la materia).

Ecos y exilios

Estos escritores tan queribles –Kawabata o Soseki, Charles Lamb o Paul Léautaud– siguen operando, como se dice de los espías, desde el más allá, tironeando hilos invisibles para que ciertos lectores prometedores no se les escapen de las manos. Algo de eso habrá cometido Natsume Soseki para inspirar a Minae Mizumura, cuya primera novela fue intentar la prolongación de Luz y oscuridad (Edit. Impedimenta), ficción por entregas que Soseki dejó inacabada cuando murió.

Minae Mizumura en Buenos Aires, 2011. Foto: Néstor García.Minae Mizumura en Buenos Aires, 2011. Foto: Néstor García.

Mizumura acaso captó el guiño de Soseki –su protagonista retoma una lectura tras una interrupción de varios días– y levantó un guante nada fácil de calzar, el de un maestro con pulso de cristal para retratar a quien sospecha de lo enunciado por otro, para interpretar y aun sobreinterpretar gestos y miradas ajenos, para pintar el cuerpo como un mundo incognoscible. Soseki sabe o adivina casi todo de sus personajes (un buen médico debería poder adivinarte) y acondiciona resmas de diálogo envuelto en la bruma de lo no dicho. (O mejor: agujereado por lo no dicho).

En Luz y oscuridad. Una continuación (AH Editora) Mizumura es, igual que Soseki, hábil para el disimulo de sensaciones y para la complicación de los motivos. En medio de matrimonios acordados y suicidios, la autora fija la ciclotimia como metrónomo emocional y suministra mansas sutilezas como la de poner en duda que un personaje haya oído cierta respuesta. Es otra ficción (muy) japonesa sobre el entrometimiento: la pulseada entre discreción e indiscreción.

Sus páginas juegan, de paso, con el léxico japonés a favor (fusuma, furusato, furoshiki), cuya indecible afabilidad los hace imaginar como los únicos vocablos que quedarán flotando en una escenografía posnuclear. Es en Yo, una novela (AH Editora), un inteligente libro posterior sobre destierros y regresos, que Mizumura encuentra su voz haciendo equilibrio en la cuerda de la lengua nativa, la misma que conecta Tokio y Nueva York, ida y vuelta, con la cocina de la escritura a la vista.

Antes, en la primeriza pero solvente Luz y oscuridad. Una continuación, Mizumura fue fiel al espíritu de Soseki, casi como una escritora formada por el método Suzuki para aprender a tocar un instrumento, con cintas adhesivas para la posición en la que deben colocarse los dedos. Pero corre aire por sus capítulos y el lector pasa las hojas como una cortina transparente apenas ondeada por una brisa.

El otro Murakami y Cía

Difícil encontrar un mayor contraste con Kawabata, Soseki y Mizumura que las novelas de Ryu Murakami, idóneo para derribar el en apariencia inofensivo aparato referencial de la literatura japonesa. Es probablemente el autor que con más facilidad arrasa con ciertas imágenes que se tengan de su país, sobre todo si están idealizadas.

El autor de los veloces Piercing, Audición, 69, Decadencia de Tokio, Sopa de miso (todos en Editorial Abducción) maneja una dinámica paleta genérica y emocional, que va del desparpajo al desamparo con un perverso y placentero sentido de la ligereza. Su temprana Azul casi transparente (Ed. Anagrama) es en principio intencionadamente inconducente, un registro mecánico de descontrol, drogas, sexo orgiástico. Quizá Ryu Murakami buscó atravesar la pared de la pornografía a ver si a fuerza de insistencia conquistaba algo parecido a un efecto literario (desde lo rítmico, el delirio, o merced a una particularidad redentora, confiando en que el contraste con los instantes poéticos se vuelve más brutal y efectivo). "Las aulas de clase vistas a través de los cristales parecían listas para devorarnos. Los pupitres y sillas en fila regulares me recordaban a fosas comunes esperando a soldados desconocidos", se lee en un pasaje que comunica a esta ficción con la carismática 69, sobre años de iniciática rebelión escolar.

En 69 y en Decadencia de Tokio, de corte autobiográfico, una voz curtida, despierta, taimada, transcribe el reviente o la militancia en la capital nipona y cruza con gracia alusiones culturales de época, con extremos de ternura asordinada y de violencia de utilería. No faltan los encontronazos sexuales ni las anomalías anatómicas en galanteos momentáneos, nunca menos que extraños. Un hombre monta un casting para una presunta película sólo para conocer a una mujer que reemplace a su esposa muerta en la ocurrente Audición, llevadera novela de una fraudulenta sencillez, nimbada por sus pormenores.

En Piercing vale la pena observar cómo un autor logra diseñar bien la locura del protagonista y maniobrar ileso con materiales de temperaturas y pulsiones tan antagónicas, haciéndole honor a la neutralidad japonesa ante las cosas, puestas en un mismo plano. Los desvíos inesperados son una especialidad de Ryu Murakami –van de la mano de su versatilidad; como Takeshi Kitano, es guionista y cineasta– y el lector queda descolocadamemente agradecido ante un rarísimo tipo de escritor.

En el volumen Niño (Editorial Elefanta), de Takeshi Kitano, pululan nenes torturados por otros y escolares que faltan a clase. Burlas y humillaciones entre chicos, huidas y los primeros estertores de enamoramiento. Sus bellas escenas dan la impresión de que cualquiera puede ponerse a narrar en Japón; el contexto obsequia los ingredientes necesarios. Más duro y trabajado es el ambiente que recrea Fumiko Enchi en Los años de espera (Editorial Chai), de cuando Japón no perdonaba. Novela de una sólida y triste sabiduría, sostenida por una impiedad fría, objetiva, hiende como el borde de una lámina.

Una joven entregada por sus padres a un hombre poderoso; una concubina protegida por la esposa oficial. Pruebas, sacrificios y consentimientos; el aprendizaje y el temor a las consecuencias como motivos melódicos. La calidad de la observación hace a la escritora: "Aunque no sentía deseo alguno de tener un hijo de él, ser juzgada como una mujer que no podía concebir había conseguido que su corazón joven se cerrara con una desesperanza horrible, como si hubiera llegado a un lugar sin alojamiento al final de un largo viaje".

Otras épocas, otras ambiciones literarias. Las descripciones pacientes parecen atenuar la crueldad de los hechos, pero la acentúan, mientras Enchi se toma todo el tiempo necesario para cada cosa. (Es lo contrario de un defecto). Similar en esto a Seicho Matsumoto, autor de El castillo de arena (Libros del Asteroide), otro compositor sin apuro, que trajo a un primer plano un hábito frecuente de la narrativa de su país –la sospecha– y el autor de policiales más delicado del mundo (no sólo porque su inspector escriba haikus). Un detalle, y otro y otro, los convierte en escritores incopiables. Igual que Kawabata, Soseki, Tanizaki y compañía, con inteligencia artificial no se consigue.

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